lunes, 30 de abril de 2012

SUEÑO - junio de 1979.-


Afuera se oían las sirenas de los coches policiales. Mañana me enteraré a quién se llevan esta vez. En la cuadra ya habían desaparecido tres jóvenes; dos varones y una mujer.  Me tapé la cabeza con la almohada y sin darme cuenta me fui quedando dormida.  Las voces llegaban a mis oídos en forma entrecortada; un susurro ondulante que por momentos subía de tono dejándome entender fragmentos de la conversación, luego se perdía. Traté de no moverme. Mientras creyeran que estaba dormida, ellos hablarían con más libertad.

-Habrá que ponerla en el armario. Si no la saco no podremos dormir- oí decir.

-Ponela en cualquier lugar y dejame de joder- dijo el padre.

            Desde mi habitación me esforzaba por comprender lo incomprensible. Así me enteré que la causa de esa discusión nocturna lo constituía el cuerpo sin vida de la hija. Hasta que amaneciera había que ubicar ese cuerpo en algún lugar, después, ya arreglarían las cosas; por ahora,  era necesario aprovechar las pocas horas de sueño que aún les quedaba.

            La hija se llamaba Constanza. Constanza, como el gran lago de Europa, entre Alemania, Suiza y Austria. Constantia, constancia, como la absurda obcecación de vivir que tiene el hombre. Condenado a vivir y a desear dejar constancia de su vida.

            Algo de Constanza se agitaba a mi lado, en la oscuridad. Creo que era su bebé. Cálido, suave y tierno cachorro de la especie humana.



Todos estos personajes carecían de rostro para mí. Todos ellos hablaban y se movían en una zona difusa. Sólo existían  porque yo los pensaba. Sus dramas, que percibía tan cercanos a mí, sólo eran un molesto accidente a la medianoche.

            -¡Por favor, acomodala de alguna forma!-  suplicó  el padre.

            -¡No puedo!  ¡Se me cae!... No quiere quedarse donde la dejo. Se va para un costado. La apoyo contra el fondo del armario y se cae otra vez.- Rezongos de la madre.

            -Terminala con eso, -ordenó impaciente el padre.


            Ninguno de los dos nombró al bebé. ¿Quién lo cuidaría? ¿Quién le diría los nombres y los pájaros? ¿Quién acariciaría sus mejillas por las noches y besaría sus manitos al amanecer?, ¿quién le hablaría del azul a la sombra de los sauces o del agua espejante corriendo entre los pies?  Del sutil encadenamiento de palabras infantiles apresando los juguetes... descubriendo el mundo.

            Y mi asombro crecía cuando oía las expresiones de malhumor que generaba esa muerte, inoportuna,  a deshora. Sumamente imprevista para esa gente buena que trabaja y que de noche sólo pide que la dejen dormir tranquila. Al día siguiente hay que seguir trabajando y el cuerpo no sabe de duelos ni ocultar el cansancio que queda después de una noche mal dormida.

            Debo convencerme que todo esto no es más que un sueño. Que los desconocidos fantasmas y su problema sólo son el producto de una buena pesadilla. Es mi conciencia la que hallará la paz al amanecer  cuando,  -de esas sombras-  sólo quede un confuso recuerdo. La ambigua y obscura  idea de que algo así como todo eso ha sucedido en algún lugar del universo, en algún  tiempo que tampoco lograré ubicar nunca.-

           

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