lunes, 4 de marzo de 2013

Bajo un cielo estrellado



01/03/2013

Autora: MARTHA ALICIA LOMBARDELLI


Había perdido la  noción del tiempo y,  en la oscuridad,  tampoco podía saber dónde estaba. ¡Completamente perdido!  Caminaba apoyando cada pie con mucho cuidado mientras con una mano aferraba el freno del caballo. Cruzar ese arroyo de noche era algo que podía ser muy peligroso. Los bordes del puente preparado para cruzar, estaban tapados por el agua;  un paso por fuera de esos límites,  arrastraría tras de sí al caballo y el carro hacia la parte más honda. Todo lo que llevaba se perdería en el agua; víveres, ropa, herramientas… tal vez su propia vida.
Mientras avanzaba lentamente, le vino a la memoria lo que le habían contado acerca de ese lugar. Hacía muchos años, un bandido quiso huir desesperadamente de la policía y se internó en ese arroyo para pasar a la otra orilla. En su fuga no tuvo en cuenta – o simplemente desconocía ese dato-  el segmento de puente tapado por el agua  y eso lo llevó a su perdición. Cayó en la parte más honda golpeándose en la cabeza.  Pasaron varios meses  antes de que alguien volviera a pasar por el lugar. El caudal del arroyo era pluvial y como consecuencia de la prolongada sequía en la región, se había reducido a un zanjón angosto. Así pudieron encontrar los restos del bandido,  comidos por las aves carroñeras y las hienas del lugar. Desde entonces cuentan que el alma de ese bandido pena por la zona.
 Todo eso se agitaba en su pensamiento y algo así como el miedo estaba haciéndose presente en su cuerpo. Él,  que nunca le había temido a nada ni nadie, esta vez no las tenía todas consigo. La sensación que lo recorría  era insoportable físicamente: la respiración se hacía cada vez más entrecortada. Ese cuerpo acostumbrado a no reclamarle ni el frío ni el calor, que solo se hacía notar cuando estaba cansado, parecía dejar de ser él mismo y convertirse en un obstáculo.  Le dolía el pecho,  le parecía que su corazón estaba a punto de estallar.  Los músculos de su cara no le obedecían y los dientes producían un horrible chillido al chocar involuntariamente.
Recordaba su infancia y los gritos destemplados de sus padres discutiendo  e insultándose mutuamente. Era algo que se repetía todos los días y fue para escapar de ese infierno que un día se largó con su carro y su caballo, cuando solo tenía catorce años. ¡Por cuántos lugares había andado!  Los años y sus pasos lo  habían  llevado a sitios  que ya ni recordaba…  Pero conoció tantas cosas –gentes de todo tipo: amables y hostiles, sitios que jamás había imaginado que existían-;  nunca se arrepintió de haber emprendido ese camino. Paraba donde le sonreían; trabajaba si necesitaba dinero para albergue o comida; seguía viaje cuando olía el rechazo como lo hacen los perros callejeros.
No conocía el rencor y eso le permitía ser feliz.  Había tenido una mujer que lo acompañó durante algunos años y disfrutó de esa relación. La chica -tan anónima como él-, era otra fugitiva, así que se sintió bien con la vida  nómade que llevaban juntos. Pero también ella, -como otros amigos en distintos momentos-,  un día desapareció de su vida. El mundo es para andarlo y no para arraigarse. La tierra es para  recorrerla y no para echar raíces como las plantas.

Algo distraído con los recuerdos, siguió caminando despacio sin apoyar sus pies antes de tantear cuidadosamente el suelo bajo el agua. Se sorprendió al ver que una figura humana estaba parada en la orilla, como esperándolo. La oscuridad no le dejaba ver nada; el miedo se le metió nuevamente en el cuerpo. El corazón lo aturdía con latidazos,  sacudiéndole el  pecho como si fueran las campanas de un campanario  Quería azuzar el caballo pero las mandíbulas endurecidas no le obedecían; su voz había desaparecido taponada por las tenazas del pánico. Imposible volver atrás, había que seguir  aunque le costara mover los pies;  se sentía maneado como los animales al ser enlazados. El mismo pensamiento se hacía lento,  pesado…
Sintió que su cuerpo se aliviaba de lo que había ingerido  ese mediodía. Nada le importó el hedor  que brotaba de sus ropas y  lo impregnaba. Siguió avanzando cada vez más cerca y cada vez más lento en el andar hasta que llegó y pisó la orilla,  ya fuera del agua.  En ese momento,  la nube que tapaba la luna se desplazó y se vio frente a frente de los restos de un espantapájaros. Pedazos de saco viejo y pantalón con una sola pierna, un sombrero encasquetado a la bola de paja que figuraba la cabeza. Su cuerpo tensionado por el espanto al que la imaginación lo había llevado, no pudo recobrarse y cayó con las manos  cruzadas sobre el lado del corazón.  Las nubes siguieron alejándose descubriendo un cielo cubierto por estrellas de mil tamaños  que él nunca llegó a ver.