domingo, 7 de agosto de 2011

PRESENTACION DEL LIBRO "AL ESTE DEL ARCOIRIS"

26 de Junio del 2011 a las 04:11:13 0 llegit (34)


Habiendo participado del CONCURSO INTERNACIONAL DE MICRORRELATOS LATIN HERITAGE FOUNDATION 2011 los cuatro  relatos presentados fueron seleccionados para integrar el libro "AL ESTE DEL ARCOIRIS" -Antología de microrrelatistas latinos- el cual ya ha sido publicado en Junio de 2011 en Estados Unidos.

Incluye mis relatos: Ideas Fijas. La laguna de los juncos. Leonor, muchacha fantasma. La Comedia Musical

Puede adquirirse a través de la página:
http://www.amazon.com/este-del-arco-iris-Microrrelatistas/dp/0983524742/ref=sr_1_1?ie=UTF8&qid=1308440036&sr=8-1

miércoles, 27 de julio de 2011

DESDE EL BODEGÓN


El hombre jugaba con el escarbadientes  mientras se tapaba la boca con la mano. Fumaba cigarrillos negros, sin filtros. Supuse que  la marca era Particulares. Una marca especialmente fuerte. Bebía cerveza y esperaba…  Su mirada iba de la puerta de entrada del bodegón a la puerta ubicada detrás del mostrador. Por fin apareció el mozo, caminando con el estilo que tienen los mozos de caminar denominado  por la sabiduría de la calle, “diez y diez”.  Con la bandeja en la mano - en la que, al ritmo de sus pasos, se hamacaba   un sándwich de lomito y  unos sobres de mayonesa  y mostaza-, se acercó a la mesa.
El hombre tenía el pelo largo hasta los hombros y una campera  verde militar. Se veía que era joven, no más de veinticinco años.  Su cara estaba casi oculta tras una negra barba que le daba un aire entre Jesucristo y Rasputín. Sus ojos de color verde dorado  miraban con fuerza.   Esa mirada era línea que brotaba de la  cabeza inclinada hacia abajo. Eso hacía que su aspecto fuera casi tenebroso y a la vez atractivo. La ropa -un poco desprolija-  pasaba a segundo lugar debido al magnetismo de su rostro.
Todos estos detalles que enumero se deben a que,  como  tenía que pasar unas horas en ese lugar,  me entretenía observando cuidadosamente el bodegón y  a los que a él asistían. Ahí  nos reuníamos cuando salíamos de la Escuela de Teatro, que estaba en la misma cuadra. Lo que hoy parecía un bodegón había sido una elegante confitería. De esa época sólo le quedaba el nombre “Cabildo”, transformado en “la Cabildo”.  Era amplio, con piso de madera y ocupaba toda una esquina con divisiones de “reservado”  para los que buscaban cierta intimidad.
Comprobé que el hombre sabía venir bastante seguido. Llegaba temprano y luego aparecían sus amigos… Como era casi inevitable, no pasó mucho tiempo sin que nuestras miradas se encontraran.  Cuando sucedió, me di cuenta de que mi presencia no le era indiferente.  A mí me pasó lo mismo. En definitiva, me gustaba ese hombre. Tenía cierta seducción que emanaba de su forma de mirar, de su voz casi ronca… Además,  como estaba libre de pareja,  me propuse  tener algún tipo de acercamiento con él.  Para ello me apoyaba en la confianza de haber visto en su mesa a una amiga de una amiga mía.  Pero él, estaba casi más decidido que yo, porque su mirada no disimulaba el interés que le había despertado.
Mientras escribía sobre ese hombre y el preludio de una aventura romántica, llamaron a mi puerta. Me sentí molesta que se interrumpiera mi escrito porque después me cuesta seguir el hilo conductor, como decía Immanuel Kant. Dejé pasar unos minutos para comprobar si quien llamaba desistía. Pero no fue así. El timbre seguía sonando, hasta que no aguanté más y fui hacia la puerta. Cuando la abrí quedé sorprendida y atemorizada. ¡El hombre del bodegón estaba ahí!
Cuando me sobrepuse a la sorpresa quise cerrar la puerta rápidamente. Pero él puso el pie antes de que lo hiciera. Me estaba hablando y yo no quería escucharlo. No quería saber qué me quería decir. Él insistía.
-Te ruego que no sigas adelante con esa historia. No podés  manejar la vida de los otros; no podés manejar mis sentimientos.
Es lo que pude entender mientras desesperadamente forcejeaba por cerrar la puerta, gritando:
-¡No, nooo,  nooo!...  No quiero escuchar nada.
-Quiero explicarte que me conociste en ese lugar porque estoy pasando un momento de crisis y…
-No me interesa lo que puedas decirme. Soy la que decide, te guste o no te guste. Lo único que falta es que alguno de ustedes dos me interpele  e intente hacerme cambiar- le dije con cierta bronca. Logré cerrarle la puerta en la cara y me fui otra vez a la computadora. Había quedado malhumorada y pensé en tranquilizarme un poco.

Después de unos días, no aguanté más y me fui a visitar a mi amiga Marimé  Arias, para saber si lo conocía. ¡Gran sorpresa! Sí. Lo conocía.  Claudia, la que había visto en su mesa, le contó que era profesor de carpintería en el Centro Pedagógico que tenía la madre de su compañero. Tenía veinticinco años, era casado y  tenía tres hijos.  Dudé un poco acerca de seguir o no intentando conocerlo.  Después puse a un costado mis dudas.
A medida que pasaban los días, yo iba tejiendo  historias en los que alguien nos presentaba y de esa forma llegaría  el momento tan ansiado de poder hablar con él. Algunas veces aparecía con el pelo mojado otras veces totalmente despeinado.  Supe que llegaba en moto y eso sirvió para imaginarme algún día sentada en su moto, abrazada a su cintura y viajando  hacia quién sabe dónde.
No voy a negar que algo me hizo pensar sobre qué grado de responsabilidad  me cabía cuando iba desarrollando mis historias. Pensé  que la vida, el destino, algo superior, había puesto en mí el poder de resolver sobre algunos seres. Lo único que estaba haciendo era poner en práctica ese poder que tenía. Aunque ya había entrado la duda en mi cabeza…  Ya no estaba tan segura.  Pero…
Cuando Claudia  me descubrió,  vino a saludarme. Le pregunté sin muchos rodeos quien era ese hombre y lo primero que me “tiró” –como suelen hacer las amigas- fue que era casado.  No voy a decir que no me molestó  que me reiteraran  su estado civil por el cual, yo no había preguntado. Pero pensé –con toda la “mala fe”  sartreana- que eso no era un obstáculo para tener una amistad con él.
Me sentí identificada con mi personaje femenino.  ¡Abajo el patriarcado! Para bien o para mal, abajo el androcentrismo. Ya más segura, seguí escribiendo.
Los días pasaron y nada sucedía. Lo veía y lo miraba descaradamente,  igual que lo hacía él conmigo. Pero seguíamos sin acercarnos.  Él y sus amigos hablaban y reían  mientras tomaban cerveza o comían tostados…  en esa aparente indiferencia,  nuestras miradas se buscaban y eran como rayos  involuntarios que iban de su mesa a la mía y viceversa.  Un día ya cansada de ese juego, pagué lo que había consumido y me fui a sentar a la plaza que estaba frente al bodegón.  Allí me acomodé en un banco que me permitiera tener ante la vista la mesa de él y sus amigos. La noche era cálida en los últimos días de enero y  febrero estaba por empezar. La plaza estaba poco concurrida. Era día de semana y en La Plata, una buena parte de la población  era empleada pública o empleada de comercios.  La otra parte, estaba constituida por estudiantes universitarios argentinos  y extranjeros. La mayoría de unos y otros estaba vacacionando.  Típica ciudad universitaria  en la que me sentía muy a gusto. Después de una hora que me pareció una eternidad, él y sus amigos, se levantaron y vinieron hacia la plaza, Algunos se sentaron en los bancos cercanos a mí y otros charlaban en pequeños grupos.  Pero él, por quien mi cuerpo empezó a  temblar, se encaminó directamente hacia donde yo estaba. Traía su campera en la mano y caminaba casi hamacándose. Era muy alto. Hasta ese momento no lo había visto parado o no me había dado cuenta, pero a pesar de su juventud, caminaba  un poco encorvado como para disimular su altura.
-Vamos hacia el departamento de Carlos, a mirar la ciudad desde su terraza. ¿Querés venir?  Claudia también va. ¿Es amiga tuya, verdad?
Se me secó la lengua y no podía emitir sonidos, tal era mi embarazo.  Su voz grave, pausada,  me envolvió totalmente mientras esperaba que le contestara. Me sentía un poco confundida y asombrada  por  lo que me estaba sucediendo.
Se había sentado en mi banco y me miraba y esa mirada era lo mejor y más estimulante que había sentido en mucho tiempo.  Para convencerme dijo:
-Si querés,  vos y yo, vamos en mi moto-  Me inspiraba confianza y no podía afirmar con certeza a qué se debía ese hecho.
-Bueno-   Pude decir cuando me aflojé un poco.
Dejé de escribir y me fui a dormir. Mi espalda estaba dolorida por haber pasado tantas horas ante mi computadora. Me había olvidado de comer y eso me ponía con humor de todos los diablos. Pero en cuanto a lo que estaba escribiendo, me sentía muy satisfecha, Había logrado lo que quería: que ellos se conocieran y que empezaran a sentir algo especial el uno por el otro.
 Cruzamos la calle  y era como ir caminando  en el aire sin gravitar. Su voz era casi ronca y muy pausada. Todos sus movimientos eran lentos como si nada los apurara. La moto estaba estacionada en la vereda del bodegón. La puso en marcha y, sentándose en ella, me dijo que subiera.  Ese era el momento que yo había imaginado tantas veces. Me senté  detrás de él  y  al arrancar la moto sólo me quedó el recurso de abrazarme a su cintura para no caerme.  Apoyé mi cabeza en su espalda y acercando mi boca a su oreja le dije:
-Hace tiempo que tengo interés en hablar con vos-  Cuando logró entender lo que le estaba diciendo, me preguntó a dónde quería ir y nos alejamos del grupo. Nunca llegamos al departamento en el que irían a ver la ciudad desde las alturas. Le di la dirección de la casa en la que vivía, la que por cierto estaba muy cerca de la plaza, y hacia ella nos encaminamos. Desde ese momento nuestros destinos se entrelazaron.
Cuando me levanté, sentí que mi cabeza era como un tambor. El esfuerzo que había hecho el día anterior para lograr lo que quería me había dejado extenuada. El teléfono sonó pero no lo atendí. Nuevamente me vino a la mente la súplica del hombre y el capricho de la mujer.  Dudé si seguir adelante o detener  todo en ese momento. Me pregunté si en mi oficio había lugar para ese tipo de ética. ¿Sería yo responsable de la conducta de mis personajes? ¿Se justificaba sentir culpa por la falta de compromiso de él respecto a su compañera y sus tres hijos?  Me estaba volviendo loca. Ellos no existen. Todos dicen que en el transcurso de las historias ficticias, los personajes toman vida propia.  ¿Qué tenía yo que ver con el olvido de sus deberes conyugales  o paternales? Después de todo, yo lo conocí fuera de su casa y no en el núcleo familiar.
Ay, no se cómo seguir…


lunes, 25 de julio de 2011

Leonor, muchacha fantasma








Relato publicado en la antología titulada Memoria 2012. Palabra sobre palabra- Impreso en España. UNIÓN EUROPEA.  2013


Leonor nació en La Plata, una verde y húmeda ciudad de la provincia de Buenos Aires, también conocida como la ciudad de los tilos.  No se conoce bien la fecha de su nacimiento, pero se podría afirmar que desde mediados de la década del 60, ella se paseaba por las calles de la ciudad. Se dice que era hija de un marinero francés llegado al país en la época de la gran emigración. Algunos dicen, pero pocos son los que dan fe de este dato, que se llamaba Marcel Schwob  y que la niña había nacido cerca del puerto Río Santiago. También los más viejos afirman que pasó su infancia en la ciudad de Berisso. Cuando se escuchan estas historias uno está dispuesto a pensar que los que las cuentan, conocieron a la joven cuando era muy niña. Pero en general, los datos que existen sobre ella no pasan de ser ambiguas versiones,  chismes o rumores. Todos ellos  difíciles de verificar porque cuando se trata de inquirir dónde, cuándo, en qué momento, el informante empieza a balbucear y termina reconociendo que no tiene ese dato muy en claro, que no puede recordar bien, dejándonos en tinieblas acerca de lo que queríamos saber.

 Sin embargo, y a pesar de ese aparente misterio acerca de su origen, ha llegado hasta nosotros la memoria de algunas de sus costumbres las que la presentan como una criatura algo excéntrica. Le gustaba pasear entre árboles de tilo y naranjos, por eso era común que se la encontrara a lo largo de la calle 6, desde la calle 45 hasta la 49 o en cualquier otra que,  como la 6, tuviera sus veredas cubiertas con naranjos y tilos. Algo del perfume de naranjos y tilos se había impregnado en su cuerpo o en sus ropas porque cuando se alejaba, dejando atrás esas calles, parecía llevar con ella su aroma.

También se sabía que nunca se había calzado y que recorría la ciudad con sus pies desnudos. Este hábito no había logrado deformar sus pies los que siempre se veían agradables, limpios, casi transparentes. No se le conocía otra ropa que un vestido de tela liviana, cuyo borde rozaba sus delgadas e infantiles pantorrillas. Era de color violeta pálido y acompañaba las líneas de su cuerpo suavemente, con delicadeza. Cuando caminaba apurada, cosa que no sucedía con frecuencia, el borde de su vestido se movía dejando asomar una puntilla blanca. Su pelo de color rojizo la identificaba en el lugar que estuviera. Se la podía reconocer a varias cuadras de distancia porque esa mata espesa y larga de cabellos rojos no  podía pasar desapercibida en ningún lugar. Todos los que alguna vez se cruzaron con ella coincidían en afirmar que su rostro era muy bello. Pero nadie podía dar precisiones -y si las daban no había coincidencias- sobre los detalles de su cara. Si alguien decía que era por la forma de su nariz pronto se veía desmentido por el que creía que la belleza de su rostro radicaba en su boca. Otro estaba casi seguro que sólo sus ojos bastaban para otorgarle cierto encanto.
No hablaba con nadie y nadie sabía dónde vivía. Además nadie podía jurar que la conocía de pequeña ya que siempre parecía tener catorce o quince  años. La edad indefinida, su eterno vestido violeta pálido, sus pies desnudos y su pelo rojizo, le daban el aspecto de haber salido de las páginas de un cuento. Característica esta que la convertía en un ser sumamente amigable. ¿Quién puede temer a los jóvenes de los cuentos de hadas? Los adultos los toman como modelo para sus niños y éstos se identifican fácilmente con ellos.

         Hubo varios y continuados intentos de averiguar quién era. Lo intentaba cada nuevo vecino que llegaba a  la ciudad y que preguntaba por esa mujer extraña envuelta en un dulce y -a la vez- ácido aroma; trataba de acercársele, de preguntarle por su vida. De ella, sólo se obtuvo su nombre; nada más que su nombre: Leonor. Cuando alguien creía escuchar como respuesta ese nombre concluía que desde ese momento la niña pasaba a ser su amiga, pero otras personas decían que ella no se dirigía a nadie en especial cuando se nombraba a sí misma. Otros, entendían que ella no respondía con su nombre sino que lo pronunciaba porque buscaba a alguien con ese nombre. Algunos vecinos, tal vez más curiosos que otros -o  tal vez más audaces-, cuando la veían, sin hacerse notar, decidían seguirla. Todo fue en vano ya que, siempre en alguna recodo, en una esquina, ella desaparecía y ya no se la volvía a ver por varias semanas.

 Se dice que los días domingo le gustaba pasearse por el Paseo del Bosque y cuando lo hacía,  siempre llevaba alrededor de su cabeza una nube de pájaros aleteando sin temor. Gracias a ese hecho, algunas personas dieron en llamarla “la loca de los pájaros”. Cuando el Paseo del Bosque comenzaba a ser visitado por las parejas que salían de misa o los jóvenes que, con mirada atenta- trataban de reconocer entre las muchachas la elegida de sus corazones; cuando llegaban los niños con sus padres o abuelos y el bosque entero se cubría de colores y risas infantiles,  ella parecía resplandecer entre los árboles. Pronto llamaba la  atención y la multitud se arremolinaba quitándole el aire que respiraba sólo por verla de cerca. Cuentan que jamás ella se molestó ante el inoportuno gesto de curiosidad de las personas; la persecución atrevida, el desenfado en las preguntas acerca de su domicilio, o cualquier otro tipo de averiguación, nunca tuvo otra respuesta que una suave sonrisa o una distraída mirada y luego, el deslizarse armonioso de sus pies la alejaba de cuantos se le acercaban.

Parece que en algún momento de un día cualquiera,  sin que nadie pudiera recordar bien cuándo fue,  ella se cansó de andar entre la gente, de recorrer las calles de la ciudad  de los tilos y se internó  en la diagonal que la llevaría a las orillas del río para perderse luego en la selva marginal de Punta Lara. Con  el tiempo se fue borrando su recuerdo; primero, el color violeta pálido de su vestido, luego el color rojo de su pelo  y -por último- el chasquido de sus pies desnudos contra las piedras. Los que creyeron verla por última vez, por el camino que lleva hacia el río,  dicen que iba caminando con una sonrisa en su cara, rodeada por los pájaros, que se le acercaban hasta casi rozarla con sus alas.
Una luz que parecía emanar de su propio cuerpo la acompañó hasta perderse en el fondo de la selva.

Días de playa..


Llegamos a Monte Hermoso, -nuestra madre, mi hermana y yo-, justo cuando  estaba terminando la "temporada veraniega" y ya casi no había turistas. Diciembre, enero y febrero son -en el hemisferio sur- los meses de veraneo propiamente dichos. Antes o después de esos tres meses, es la  época en que  llegan los que -por razones económicas- sólo pueden hacerlo  cuando el aluvión turístico desaparece. Los alquileres son más baratos y están al alcance de los veraneantes de "escasos recursos"; hay tan poca gente que se podría pensar que no es una ciudad balnearia. 
Ese año, tía Filomena, hermana mayor de mi madre, -quien  todos los años alquilaba su gran chalet y un departamento ubicado en el patio trasero- tal vez pensando que con el dinero que había obtenido durante los tres  meses era suficiente-,  nos había prestado el chalet.  Nuestra madre nos entusiasmó con ese paseo inesperado.  Por primera vez estaríamos pasando  vacaciones de verdad: ella no estaría trabajando, no tendría que cumplir horarios sino que podría hacer lo que quisiera. Nos iríamos a la playa juntas,  a caminar hasta el faro o más lejos aún,  recorreríamos los médanos blancos o vírgenes y dejaríamos en sus inclinadas laderas nuestras pisadas de subida y de bajada. Hasta podríamos llegar al convento de monjas que estaba en el Sauce, en mi recuerdo, una pequeña y remota población casi desierta que se había formado en las cercanías del faro. Todo era proyectos y más proyectos.
Cuando la tia decidió prestarnos la casa,  las tres nos sentimos muy agradecidas. Así que llegamos alegres, entusiasmadas, llenas de espectativas y  cargadas de bolsos.  Cuando nuestra madre abrió la puerta sentimos que  la casa ajena nos imponía respeto. Nos movíamos cautelosamente, no fuera cosa que se nos rompiera algo por accidente o por descuido o torpeza. Con el tiempo, cuando recuerdo aquellos días me río sola porque sé que el sentimiento que aleteaba en mi pecho era el de estar veraneando como un turista de verdad. Pero simultáneamente la ajenidad de todo lo que nos rodeaba me provocaba cierta tensión.
Para veranear es necesario un lugar y eso ya lo teníamos pero lo siguiente que había que conseguir era la comida, y mi madre lo solucionó con los frutos del mar. Ella nos hacía sentir que el mar estaba ahí para nosotros; todo lo que albergaba en su interior era pura y exclusivamente para que nosotras pudiéramos servirnos de él. ¡Qué admirable  fue siempre su capacidad  de generar estrategias para sobrevivir! La mejor herencia que ella me dejó fue la habilidad para resolver situaciones difíciles. Si estábamos en nuestra casa y hacía mucho frío, mamá salía a buscar por los campos, "tortas de vaca" secas,  o nos íbamos más lejos, cerca de los galpones del ferrocarril, a juntar pedazos de leña, que en la carga o descarga de vagones se perdían en el camino. La pequeña cocina Istilart era un lujo al que no llegamos fácilmente, pero una vez que fue instalada en  la casa, nos sentábamos alrededor de ella y disfrutábamos mirando consumir la leña, escuchando el chisporroteo que se producía de vez en cuando.  Cuando no había trabajo y la plata escaseaba, mi  madre se ofrecía  para ordeñar las vacas a algunos de los vecinos quinteros, y lo hacía por cinco litros de leche pura que  luego le servían para hacer magia en la casa: salsa blanca para cubrir los zapallitos rellenos que sacaba de la quinta, flanes, tortas, crema pastelera,... ¿Cómo había aprendido tantas cosas? Toda esa sabiduría que se conoce como el "saber ganarse la vida" o "ser busca vida",  estaba puesta al servicio de nuestro "veraneo". Ella había decidido que si nos alimentábamos con almejas y pescado podríamos quedarnos más días. Para ello tendríamos  que estar atentas al flujo y reflujo del mar, y no por romanticismo sino por cuestiones vitales.
El mar era una presencia sonora y constante. Su ronca marejada como trasfondo de aquellos melancólicos días de otoño ha quedado extrañamente prendida en mi memoria.  Él proveería y así multiplicaríamos y enriqueceríamos los víveres que habíamos acarreado: harina, arroz, polenta, botellas de salsa de tomate casera, dulces caseros... Teníamos de todo y, más aún, porque contábamos con la alegría de estar las tres juntas.
-¿Cuándo vamos a sacar las almejas?- preguntábamos mi hermana y yo.
-Hay que esperar que baje la marea. Preparen palas y baldes en una bolsa- decía mamá con una seguridad envidiable.
La playa se hacía inmensa, firme y húmeda, bajo los pies cuando el agua descendía. El frio y la desolación en la media mañana de esa época no lograba desanimarnos. Al contrario, era un componente más del extraño encanto que presentaban esos días. Gruesos pulóveres cubrían los trajes de baño dejando nuestras pìernas desnudas. Pronto desapareció la diferencia que existía entre el color de nuestros brazos y piernas, las que se iban oscureciendo cada vez más.
Las tres disfrutábamos de la posesión casi absoluta de la playa apenas interrumpida por solitarios y pacientes pescadores. A los que nos acercábamos y mamá les preguntaba: -¿Cómo anda la pesca? ¿Sale algo?
Los pescadores, esos seres silenciosos y pacientes, nos contestaban con monosílabos y la mirada atenta por si llegábamos a pisar sus líneas  de pescar. Pronto nos alejábamos de ellos sin dar mucha importancia a sus respuestas. La maravilla de esos días no residía en detalles  poco amables. Se manifestaba en el aire de mar llenando nuestros pulmones, los colores cambiantes del cielo y el agua, las gaviotas  que se acercaban y caminaban por la playa, picoteando acá y allá,  levantando el vuelo  de pronto todas juntas. Todas esas imágenes están estampadas en el recuerdo de esos días.  Cierro los ojos y mi visión se ensancha y toma la medida del horizonte.  Es un recuerdo nunca igual a sí mismo ni en la forma ni en el color, y cada día,  es una imagen distinta.
Mi hermana, tan callada, tan dulce, con el rostro cubierto por finas pecas, corría entre nosotras, salpicándonos con el agua de las olas que lamían la orilla. Ella nunca supo cuánto la amaba, casi sin saberlo yo misma. Cuando pasaron los años y ella se fue a estudiar a la capital,  traté de no extrañarla porque el dolor de ya no verla más junto  a mí me destrozaba el alma. Nunca supe decirle cuánto la amaba, como  admiraba lo estudiosa que era y todo lo que sufrí cuando me enteré que empezaba a tener sus propias amigas y la vida comenzaba a distanciarnos.

Mamá generaba paseos al faro, a los médanos o a la laguna. Siempre teníamos algo para ir a visitar. Fuimos a cortar totoras,  desafiando a las víboras que habitan en las dunas; nos pasábamos horas  juntando conchillas en la playa, y si hallábamos "faritos", saltábamos de alegría porque eran los más raros de encontrar y tenían el valor de lo poco común. Después no sabíamos qué hacer con ese montón de conchillas, y lo  dejábamos guardado en alguna caja o frasco de vidrio hasta que el tiempo nos convencía de no seguir atados al inútil  trofeo y terminábamos por regalarlo o simplemente, tirarlo en cualquier lugar. Con eso nos sacábamos un peso de encima.

Si el día pintaba demasiado ventoso y frío, mamá hacía churros o buñuelos para acompañar el mate de la tarde. También hizo tortas para llevar de regalo cuando íbamos a visitar a sus amistades: don Estanislao Ruiz,  el señor que tocaba la guitarra y cantaba la milonga Varón  en todas las reuniones familiares,  Nora Bastarrica, la ex novia del tio Guillermo, y otros de los que ya no recuerdo su nombre.

La laguna de los juncos


Cada vez que salíamos a cabalgar terminábamos alrededor de la laguna.  En dos años que  estuve viviendo en esa chacra siempre la vi  calma,  serena, mansa… Lo que me impresionaba era el color sombrío que tomaba  esa calma   cuando el sol se ponía en el horizonte.
Algunas veces nuestro paseo, me refiero al que dábamos todas las tardes  mis dos alumnos y yo, se convertía en una difícil tarea: teníamos que rescatar de la laguna  alguna vaca o  algún ternero que al internarse demasiado había quedado aprisionado en el barro del fondo. El animal que hallábamos en esa condición, también estaba como la laguna: tranquilo y  quieto. Tal vez, nunca tuve la oportunidad de verlo en el momento en que quiso salir y no pudo. Siempre que lo encontrábamos estaba como resignado a permanecer ahí.  Entonces, los dos niños, asombrosamente hábiles en esas tareas, se desplegaban y empujaban al animal empantanado con sus propios caballos o lo enlazaban y,  desde la orilla,  lo iban arrastrando hasta que pudiera moverse por sí solo.
Yo sólo era la espectadora del trabajo, presta a colaborar con lo que fuera necesario: ir a pedir ayuda a la casa o traer alguna cuerda destinada a enlazar el animal…  La laguna rodeaba y ocultaba toda esta actividad por el marco que formaban  los  juncos que tenía a su alrededor. Estos abundaban tanto en ese lugar que una hermosa estancia de la zona tenía ese nombre: Los Juncos.
Cuando mis alumnos iban a la escuela que funcionaba en esa  estancia,  -cosa que hacían cada quince días para ser evaluados-  y el tiempo era agradable, yo me iba sola a la laguna. Acostumbrada a devorar más que a leer una gran cantidad de libros por mes, dejaba que mi imaginación se lanzara libremente por historias leídas y pronto me convertía en la protagonista  de las mismas. También solía llevar conmigo un cuaderno pequeño en el que escribía -sin desmontar-  algunas ideas que se me ocurrían, mientras el caballo -con las riendas flojas-  caminaba lentamente. A partir de ese punto, mi imaginación creaba sus propias novelas.
Uno de esos  días en que me encontraba sola –los niños se habían marchado dejándome ensillado uno de mis caballos preferidos-,  monté después de la merienda y enfilé  al trotecito para la laguna.  Cuando llegué a su orilla, me di cuenta que el silencio era asombroso.  Creo que nunca antes había reparado en ese detalle. Una suave brisa movía los delgados y esbeltos juncos. Eran tan elegantes y se movían armoniosamente como si fueran los bailarines de un ballet vegetal. Oscuros, altos y persistentes en su gallardía,   me hicieron recordar la frase de Blas Pascal, encontrada  en alguno de los tantos libros que había leído: “El hombre no es más que un junco, el más débil de la naturaleza, pero un junco pensante”. Esta comparación expandió mi espíritu pues me hizo pensar que así era yo: una oscura maestra de campo, tan oscura como los juncos, pero, pensante.
Mientras recorría  –al paso de mi caballo- la orilla de la laguna,  abstraída en estos pensamientos, noté cierto movimiento en medio de la laguna. Me pareció ver la cola de un pez que aparecía y desaparecía fuera del agua.  Escuché como un aleteo mezclado con chapoteo. Me detuve.  Sabía que en la laguna había nutrias que desaparecían apenas notaban la presencia humana, pero lo que estaba viendo no era una huida de nutria.  Ante mi sorpresa apareció la  parte superior de un cuerpo humano femenino.
¡Bárbaro! Tengo una vecina que también ama la laguna- me dije.
 Detuve mi caballo y me quedé observando sin que me viera. Una hermosa cabeza femenina con largos cabellos, un rostro agradable e infantil. Cada vez que emergía,  su pelo brillaba con distintos colores iluminado por los débiles rayos de un sol que ya estaba por desaparecer.   Era una niña que se movía como un pez y que subía y bajaba su… ¡cola de pez!  ¡Era una sirena!  ¡En la laguna había una sirena!  ¡Entonces existen!, pensé. Mi corazón casi deja de latir por el impacto de la sorpresa. Lo que yo sabía era que estaban en el fondo del mar y nunca en una laguna… ¿Viviría sola o acompañada por otras iguales que ella?  ¿Cómo llegó a la laguna? ¿Por qué antes no la habíamos visto? 
Me bajé del caballo, a riesgo de tener que volver a pie hasta la casa, y empecé a hacer señas con mis manos, levantaba los brazos tratando de que me prestara atención… Pero ella, aunque dirigió su cabeza  y su mirada en mi dirección, no acusaba recibo; no  daba muestras de haber notado mi presencia. Empecé a gritar desesperadamente ¡eh!...  ¡eh!... ¡eh!... En el silencio de la tarde ya avanzada, mis gritos sonaban muy raros y un eco suave los imitaba.  Hubo como una respuesta de aleteo de teros, patos salvajes y  chapoteo de nutrias  huyendo desesperadamente.  La sirenita seguía jugueteando
apaciblemente en el agua como si una burbuja la encerrara en su mismidad. De pronto, empecé a sentir el galope de los niños que regresaban  de su viaje a la escuela. Dudé en contarles lo que había vivido. Recordé que ese paseo lo habíamos hecho juntos los tres y, sin embargo, nunca antes la sirenita se había presentado. Además, si los niños  llegaran a dudar  de lo que yo les contara, ¿cómo podría luego seguir dándoles clases?  Creo que en ese momento se hizo una luz en mi mente. La aparición de la sirenita lagunera era algo que siempre estuvo esperándome. Ese día había sido el elegido por ella para sorprenderme. Lo único que tenía que hacer era recrear esa misma situación algún  otro día; volver sola, caminar serenamente y dejar que mi imaginación se expandiera como una flor que se abre al beso del sol al ocultarse. Cuando volviera a suceder, aparecería la sirenita nuevamente. Ese sería mi secreto.
Cuando los niños llegaron donde yo estaba me preguntaron, ¿era usted la que gritaba, seño?
-Sí, ¿quién otro más podía ser?  Gritaba para que  vinieran a ayudarme a subir al caballo.  Sin pensar me bajé y hace ya un largo rato que intento montar y no puedo.
El mayor de  los hermanos me hizo pie y pude volver a montar. Al galope largo enfilamos para la casa.
Ahora espero con ansia que llegué el día en que los niños deberán volver a la escuela. Falta exactamente un mes.
25-07-10

Monólogo de Batuke


Después de que mi dueña me trajera a casa empecé a experimentar sus abrazos y palabras acariciantes. Todo eso me regusta porque soy por naturaleza muy, pero muy mimozón. Cuando vamos de paseo, me gusta saludar a la gente. ¡Pero saludarla de verdad! Nada de aceptar que me miren de lejos y digan; ¡Qué lindo! ¿Cómo se llama? Porque mi sana intención es acercarme y dar muchos besos de lengua y meter mi hocico húmedo por debajo del pelo, detrás de las orejas, y todo eso. También espero una cosquillita en la panza, rascaditas en la cabeza y todo acompañado por un dulce sonido. Son palabras pero yo lo único que percibo es si la voz es de esas que te arrullan cuando llegan a tus oídos o sólo es una voz inexpresiva.
A veces me impaciento un poco porque algunas personas ni acusan recibo de mi saludo. Y eso que es totalmente efusivo… Mi colita se sacude como un banderín al viento; salto y me paro en mis patitas para que el saludo se note más. Ladro un poco pero cuando lo hago me retan, me parece que es porque me sale un ladrido muy agudo y molesto para los oídos de los seres humanos.
Pero yo insisto y como lo hago con amor, terminan –aunque no todos- acercándose y rascándome la cabeza. Cuando hacen eso, yo me balanceo de un costado para el otro con la cabecita baja como buscando y acompañando la mano. Es que me produce mucho placer. Esa es mi debilidad: la búsqueda incesante de placer. Me gusta escuchar a la gente, no porque los entienda sino porque algunas veces el único que anda cerca del que habla soy yo y me parece que se siente mejor cuando muevo la cabeza a un costado como si estuviera comprendiendo lo que dice. Miro fijo a los ojos y muevo la cabeza. Eso me da un aire de estar muy atento
Sí,… mi tamaño es mini y eso hace que me pongan toda clase de apodos y sobrenombres cariñosos: la fiera, el llavero, el enano, el chiquitín… Todos por el estilo. A mí no me molesta ser tan diminuto porque me da la ventaja de meterme en cualquier sitio y también acomodarme hecho una rosca en la falda de mi dueña. Cuando llegué a la que sería ¡mi casa! , me encontré con dos seres amistosos que se convirtieron en mis amigos. Lobo, el más viejo, al principio ni me miraba. Supe que tenía 12 años pero era tierno como un cachorro. Con el tiempo y después de hacerle muchos mimos en el hocico y meterme en su cucha apenas me despertaba, la relación se incrementó. La otra, Sofía, es una pichicha de 4 años pero por su tamaño parece una gigante. Eso es lo que más me molesta. Ya contaré más adelante porqué…
Mi dueña me lleva en el coche a todas partes, lo jodido es cuando me tengo que quedar solito esperando que vuelva. Se me oprime el corazón y empiezo a desesperarme. Lloriqueo un poco y ella se pone firme para que me acostumbre. Pero, ¡cómo me cuesta! La

miro alejarse del coche por la ventanilla de un costado,... por la del otro lado,... por el vidrio delantero y también por el de atrás. Cuando no la veo más, me enrosco en el piso y me duermo. Así, el tiempo pasa más rápido. Cuando ella vuelve, ¡es una fiesta! Me acaricia, me besa y yo hago lo mismo con ella.