miércoles, 27 de julio de 2011

DESDE EL BODEGÓN


El hombre jugaba con el escarbadientes  mientras se tapaba la boca con la mano. Fumaba cigarrillos negros, sin filtros. Supuse que  la marca era Particulares. Una marca especialmente fuerte. Bebía cerveza y esperaba…  Su mirada iba de la puerta de entrada del bodegón a la puerta ubicada detrás del mostrador. Por fin apareció el mozo, caminando con el estilo que tienen los mozos de caminar denominado  por la sabiduría de la calle, “diez y diez”.  Con la bandeja en la mano - en la que, al ritmo de sus pasos, se hamacaba   un sándwich de lomito y  unos sobres de mayonesa  y mostaza-, se acercó a la mesa.
El hombre tenía el pelo largo hasta los hombros y una campera  verde militar. Se veía que era joven, no más de veinticinco años.  Su cara estaba casi oculta tras una negra barba que le daba un aire entre Jesucristo y Rasputín. Sus ojos de color verde dorado  miraban con fuerza.   Esa mirada era línea que brotaba de la  cabeza inclinada hacia abajo. Eso hacía que su aspecto fuera casi tenebroso y a la vez atractivo. La ropa -un poco desprolija-  pasaba a segundo lugar debido al magnetismo de su rostro.
Todos estos detalles que enumero se deben a que,  como  tenía que pasar unas horas en ese lugar,  me entretenía observando cuidadosamente el bodegón y  a los que a él asistían. Ahí  nos reuníamos cuando salíamos de la Escuela de Teatro, que estaba en la misma cuadra. Lo que hoy parecía un bodegón había sido una elegante confitería. De esa época sólo le quedaba el nombre “Cabildo”, transformado en “la Cabildo”.  Era amplio, con piso de madera y ocupaba toda una esquina con divisiones de “reservado”  para los que buscaban cierta intimidad.
Comprobé que el hombre sabía venir bastante seguido. Llegaba temprano y luego aparecían sus amigos… Como era casi inevitable, no pasó mucho tiempo sin que nuestras miradas se encontraran.  Cuando sucedió, me di cuenta de que mi presencia no le era indiferente.  A mí me pasó lo mismo. En definitiva, me gustaba ese hombre. Tenía cierta seducción que emanaba de su forma de mirar, de su voz casi ronca… Además,  como estaba libre de pareja,  me propuse  tener algún tipo de acercamiento con él.  Para ello me apoyaba en la confianza de haber visto en su mesa a una amiga de una amiga mía.  Pero él, estaba casi más decidido que yo, porque su mirada no disimulaba el interés que le había despertado.
Mientras escribía sobre ese hombre y el preludio de una aventura romántica, llamaron a mi puerta. Me sentí molesta que se interrumpiera mi escrito porque después me cuesta seguir el hilo conductor, como decía Immanuel Kant. Dejé pasar unos minutos para comprobar si quien llamaba desistía. Pero no fue así. El timbre seguía sonando, hasta que no aguanté más y fui hacia la puerta. Cuando la abrí quedé sorprendida y atemorizada. ¡El hombre del bodegón estaba ahí!
Cuando me sobrepuse a la sorpresa quise cerrar la puerta rápidamente. Pero él puso el pie antes de que lo hiciera. Me estaba hablando y yo no quería escucharlo. No quería saber qué me quería decir. Él insistía.
-Te ruego que no sigas adelante con esa historia. No podés  manejar la vida de los otros; no podés manejar mis sentimientos.
Es lo que pude entender mientras desesperadamente forcejeaba por cerrar la puerta, gritando:
-¡No, nooo,  nooo!...  No quiero escuchar nada.
-Quiero explicarte que me conociste en ese lugar porque estoy pasando un momento de crisis y…
-No me interesa lo que puedas decirme. Soy la que decide, te guste o no te guste. Lo único que falta es que alguno de ustedes dos me interpele  e intente hacerme cambiar- le dije con cierta bronca. Logré cerrarle la puerta en la cara y me fui otra vez a la computadora. Había quedado malhumorada y pensé en tranquilizarme un poco.

Después de unos días, no aguanté más y me fui a visitar a mi amiga Marimé  Arias, para saber si lo conocía. ¡Gran sorpresa! Sí. Lo conocía.  Claudia, la que había visto en su mesa, le contó que era profesor de carpintería en el Centro Pedagógico que tenía la madre de su compañero. Tenía veinticinco años, era casado y  tenía tres hijos.  Dudé un poco acerca de seguir o no intentando conocerlo.  Después puse a un costado mis dudas.
A medida que pasaban los días, yo iba tejiendo  historias en los que alguien nos presentaba y de esa forma llegaría  el momento tan ansiado de poder hablar con él. Algunas veces aparecía con el pelo mojado otras veces totalmente despeinado.  Supe que llegaba en moto y eso sirvió para imaginarme algún día sentada en su moto, abrazada a su cintura y viajando  hacia quién sabe dónde.
No voy a negar que algo me hizo pensar sobre qué grado de responsabilidad  me cabía cuando iba desarrollando mis historias. Pensé  que la vida, el destino, algo superior, había puesto en mí el poder de resolver sobre algunos seres. Lo único que estaba haciendo era poner en práctica ese poder que tenía. Aunque ya había entrado la duda en mi cabeza…  Ya no estaba tan segura.  Pero…
Cuando Claudia  me descubrió,  vino a saludarme. Le pregunté sin muchos rodeos quien era ese hombre y lo primero que me “tiró” –como suelen hacer las amigas- fue que era casado.  No voy a decir que no me molestó  que me reiteraran  su estado civil por el cual, yo no había preguntado. Pero pensé –con toda la “mala fe”  sartreana- que eso no era un obstáculo para tener una amistad con él.
Me sentí identificada con mi personaje femenino.  ¡Abajo el patriarcado! Para bien o para mal, abajo el androcentrismo. Ya más segura, seguí escribiendo.
Los días pasaron y nada sucedía. Lo veía y lo miraba descaradamente,  igual que lo hacía él conmigo. Pero seguíamos sin acercarnos.  Él y sus amigos hablaban y reían  mientras tomaban cerveza o comían tostados…  en esa aparente indiferencia,  nuestras miradas se buscaban y eran como rayos  involuntarios que iban de su mesa a la mía y viceversa.  Un día ya cansada de ese juego, pagué lo que había consumido y me fui a sentar a la plaza que estaba frente al bodegón.  Allí me acomodé en un banco que me permitiera tener ante la vista la mesa de él y sus amigos. La noche era cálida en los últimos días de enero y  febrero estaba por empezar. La plaza estaba poco concurrida. Era día de semana y en La Plata, una buena parte de la población  era empleada pública o empleada de comercios.  La otra parte, estaba constituida por estudiantes universitarios argentinos  y extranjeros. La mayoría de unos y otros estaba vacacionando.  Típica ciudad universitaria  en la que me sentía muy a gusto. Después de una hora que me pareció una eternidad, él y sus amigos, se levantaron y vinieron hacia la plaza, Algunos se sentaron en los bancos cercanos a mí y otros charlaban en pequeños grupos.  Pero él, por quien mi cuerpo empezó a  temblar, se encaminó directamente hacia donde yo estaba. Traía su campera en la mano y caminaba casi hamacándose. Era muy alto. Hasta ese momento no lo había visto parado o no me había dado cuenta, pero a pesar de su juventud, caminaba  un poco encorvado como para disimular su altura.
-Vamos hacia el departamento de Carlos, a mirar la ciudad desde su terraza. ¿Querés venir?  Claudia también va. ¿Es amiga tuya, verdad?
Se me secó la lengua y no podía emitir sonidos, tal era mi embarazo.  Su voz grave, pausada,  me envolvió totalmente mientras esperaba que le contestara. Me sentía un poco confundida y asombrada  por  lo que me estaba sucediendo.
Se había sentado en mi banco y me miraba y esa mirada era lo mejor y más estimulante que había sentido en mucho tiempo.  Para convencerme dijo:
-Si querés,  vos y yo, vamos en mi moto-  Me inspiraba confianza y no podía afirmar con certeza a qué se debía ese hecho.
-Bueno-   Pude decir cuando me aflojé un poco.
Dejé de escribir y me fui a dormir. Mi espalda estaba dolorida por haber pasado tantas horas ante mi computadora. Me había olvidado de comer y eso me ponía con humor de todos los diablos. Pero en cuanto a lo que estaba escribiendo, me sentía muy satisfecha, Había logrado lo que quería: que ellos se conocieran y que empezaran a sentir algo especial el uno por el otro.
 Cruzamos la calle  y era como ir caminando  en el aire sin gravitar. Su voz era casi ronca y muy pausada. Todos sus movimientos eran lentos como si nada los apurara. La moto estaba estacionada en la vereda del bodegón. La puso en marcha y, sentándose en ella, me dijo que subiera.  Ese era el momento que yo había imaginado tantas veces. Me senté  detrás de él  y  al arrancar la moto sólo me quedó el recurso de abrazarme a su cintura para no caerme.  Apoyé mi cabeza en su espalda y acercando mi boca a su oreja le dije:
-Hace tiempo que tengo interés en hablar con vos-  Cuando logró entender lo que le estaba diciendo, me preguntó a dónde quería ir y nos alejamos del grupo. Nunca llegamos al departamento en el que irían a ver la ciudad desde las alturas. Le di la dirección de la casa en la que vivía, la que por cierto estaba muy cerca de la plaza, y hacia ella nos encaminamos. Desde ese momento nuestros destinos se entrelazaron.
Cuando me levanté, sentí que mi cabeza era como un tambor. El esfuerzo que había hecho el día anterior para lograr lo que quería me había dejado extenuada. El teléfono sonó pero no lo atendí. Nuevamente me vino a la mente la súplica del hombre y el capricho de la mujer.  Dudé si seguir adelante o detener  todo en ese momento. Me pregunté si en mi oficio había lugar para ese tipo de ética. ¿Sería yo responsable de la conducta de mis personajes? ¿Se justificaba sentir culpa por la falta de compromiso de él respecto a su compañera y sus tres hijos?  Me estaba volviendo loca. Ellos no existen. Todos dicen que en el transcurso de las historias ficticias, los personajes toman vida propia.  ¿Qué tenía yo que ver con el olvido de sus deberes conyugales  o paternales? Después de todo, yo lo conocí fuera de su casa y no en el núcleo familiar.
Ay, no se cómo seguir…


1 comentario: