Me limitaba a mirarla cuando de varias formas me decía que estaba loca. Llegó a
la pensión hacía pocos días, me impactó su belleza. Con aspecto de chica buena
del cine en blanco y negro. Estaba segura de que podría interpretar airosa el
rol de esposa joven recién casada; también la hermana mayor que prolonga su
noviazgo porque se hizo cargo de la hermanita y su padre viudo. En fin, no voy
a negar que la joven ejerciera sobre mí una gran atracción.Fácil pensarlo pero difícil realizarlo. ¿Cómo decirle que me había enamorado de
sus ojos expresivos; su cabello ensortijado, su cuerpo gentil y aniñado? ¿Cómo
sería su reacción?
La veía a la hora del almuerzo y era el momento más feliz del día. Eso me
motivó a presentarme en el desayuno y más tarde a la hora de la cena. Me
despedía con un:
– ¡Hasta mañana! – mirándola solo a ella. Más adelante, me animé a desearle
¡felices sueños! Con timidez rocé su mejilla amagando un beso. Soporté su
mirada turbada ante el gesto. No dijo nada. Eso me alentó. Pronto conversaría
francamente con ella. Ensayaba decirle que ¡la amaba! Si llegara a desaparecer
moriría de tristeza. Amaba su nombre: Eleonora. Lo repetía en silencio,
confiada en el poder de la palabra para acercar a las personas.
Por fin le confesé mi amor. Me miró sorprendida y haciendo el gesto alusivo a
mi locura se tocó la sien con el dedo índice. De mil formas me dijo que yo
estaba loca, loca, pero muy loca.
–Querida señora, ¡usted está enferma! - culminó.
No pretendía que el sentimiento fuera mutuo, solo esperaba que me comprendiera.
Creer que el amor nace de una enfermedad era muy fuerte. Ese mismo día me fui
de la pensión.
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