De Martha Alicia Lombardelli
Esa mañana de junio,
decidí que me iría a caminar por las calles de la ciudad. No estaba conforme
con mi situación. Lo que me había impulsado a viajar desde mi país era algo
menos que una quimera. Se podría decir
que había hecho el viaje para cerrar una etapa. Volvería nuevamente a la
Argentina y allá, esperaría los cambios tal como se fueran dando. Mi pasado se convertiría en pasado
propiamente dicho. No más apostar a que se volviera a dar lo que se daba. ¡Se
acabó, se acabó para siempre!
Me visto sin entusiasmo;
la puta sensación de ajenidad es peor que la angustia existencial
heideggereana. Estar donde no estás y no estar ya nunca más donde esperabas
volver a estar. ¿Sería eso la muerte del amor? ¡Cómo me jode nombrar algo que
nunca se sabe qué es! Oscuro y confuso
como son los sentimientos, no creo que haya alguno más ambiguo que aquél que se
conoce como amor. Apego, atracción
sexual, miedo a la soledad, mezcla de todo sin que se lo pueda definir con
claridad. Nadie se fija si entro o si salgo de la casa. Situación
contradictoria: no me gusta que me controlen, pero a la vez, rozo la
indiferencia a mi alrededor.
Me siento viva cuando no
soy yo. Cuando recorro el escenario polvoriento como un miembro más del coro y
repito las palabras de las troyanas destinadas a ser secuestradas por los
griegos; con la certeza de ser violadas,
secuestradas, raptadas; lamento la pérdida de mi patria, destruida
por los griegos invasores, me convenzo
que estoy en alguna de mis anteriores encarnaciones. Y ruego a los dioses que
ayuden a nuestros guerreros, y que se lleven nuestras almas para que no las
humillen; que si nuestros padres, maridos o hermanos, van a ser humillados o
esclavizados, sean muertos y llevados por las walkirias al Hades.
Cuando baja el telón, mis
ojos están rojos del polvillo que se ha levantado y arden como si hubiera
estado llorando casi las dos horas que dura la puesta en escena. No sé si lloro
porque mi futuro es aciago o porque ya no me siento una troyana y vuelvo a ser
una exiliada más de un país tomado por sus propios militares. Ya no tengo
dioses a quien pedir ayuda, ni héroes a quien llorar. La persona por quien llegué a este país ya no
es nadie; no tiene identidad, ni lugar donde estar. Creo que sabe, que la
enfermedad lo alcanzó.
Con todo mi egoísmo
quiero desaparecer para no ser arrastrada por su inminente final. ¿Será que
todavía no ha llegado mi hora? Me iré
cuando ya no tenga más deseos de recorrer las calles; cuando la obra baje de
cartel y yo necesite reconstruirme en otro lugar. Necesito sentir el olor de mi
tierra, caminar bajo la lluvia fuerte que añoro, padecer el frio extremo de los
inviernos de mi patria o perder la mirada en el cielo azul que acá no existe.
De muy buen gusto, amiga. Estupendo!
ResponderEliminarBeso
¡Gracias José, tu comentario es muy alentador!
ResponderEliminarMartha Alicia